Dado que en un alarde de creatividad y determinación escribo más de una entrada en el día de hoy, os ruego que antes de leer ésta (y las que pudieren seguirla), os paséis por la precedente y la saboreéis o vomitéis según gustos.
La vida, en general, y las palabras (expresión inefable de aquella) en particular no salen cómo ni cuando uno quiere. Esperan el zarpazo oportuno para dispararse desde la membrana grisácea que se supone habita en nuestro caletre. Forzarlas no resulta, se ajan, resultan mustias, previsibles, manidas, tristemente conocidas.
Recoger una alma del arroyo y oficiar de apuntalador debe de ser una empresa complicada. Reconstruir tras la devastación sabiendo que los planos los diseñó un niño en estado de calentura debería ser suficiente para dejar la tarea a otro y darse media vuelta. Todo lo que se levante sobre esa base tiene los días contados por mucho que el empeño en parchear y seguir construyendo sea incansable, tarde o temprano cederá porque la base es endeble.
El alma caprina tirará al monte por mucho que la estabules. El instinto siempre saltará el cercado si no lo derribare impetuosamente azuzado por su irremplazable destino. Sólo quien transita habitualmente por el camino de baldosas amarillas puede pensar en domeñar al que saboreó y sufrió el irresistible paseo por el lado salvaje. Debería saber que cuanto más dócil es su apariencia más fuerte y dolorosa será la estampida.
¿Cuánto tiempo pasará hasta la próxima huida del cálido redil? ¿Tanto merece la pena el período de entreguerras? Si me preguntaras, diría que no.
2 comentarios:
Yo diria que tampoco
la cabra siempre tira al monte...
Merecen la pena sólo si no se alargan más de lo necesario y si sirven como un alto en el camino para beber agua, reflexionar y seguir nuestro recorrido.EM
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