Lo conocimos la primera vez que fui a Ibiza con él. Era un banco, creo recordarlo de madera con sujecciones metálicas, mejor dicho, dos o tres bancos juntos, en la parte tranquila del puerto, pero para nosotros siempre será uno, el banco, nuestro banco. En él pasamos largas horas viendo transitar a la gente, a los vehículos, incluso a Pocholo a toda hostia con su mochila encima de una moto. También mirábamos a los barcos que atracaban, a los que se iban, o a los que simplemente permanecían.
Aunque somos de buen hablar, había ratos largos que cultivábamos el silencio, observando cómo se movía el agua, pensando en cualquier cosa o comiendo un helado, pero sintiendo la cercanía del otro a través de la ausencia de palabras. Así llegó a ser nuestro banco.
Repetimos al año siguiente y allí seguía. No tardamos mucho en dejarlo que nos acogiera aun cuando llevábamos un nuevo compañero.
Al referirnos a Ibiza siempre hablamos de nuestro banco. En una ocasión volví con otras personas y no pude dejar de sentir cierta nostalgia combinada con alegría cuando pasé frente a él, me detuve y disfruté de nuevo de aquel gran banco. Un banco, probablemente de segunda, pero que Brian Clough podría haber convertido en campeón de Europa.
Él, mi compañero del alma, me consta que lo visita cada año sin mí pero seguro que cada vez que se sienta sobre él, se acuerda, aunque sea de pasada de que aquel banco lo descubrió conmigo.